Hace dos años, según las encuestas de opinión, la gran preocupación de los chilenos se relacionaba con la delincuencia, la educación y la salud.
En efecto, el 58% de los ciudadanos encuestados pensaba que la comisión de delitos era el gran problema de este país; en tanto que el 44% señalaba que la educación era una dificultad por superar y un escaso 33% identificaba a la salud como su mayor inquietud.
Hoy - si se hiciera una encuesta similar- seguramente la delincuencia continuaría encabezando la lista de temores, considerando que además de los portonazos, asaltos a cajeros y bencineras, habría que sumar los delitos de cuello y corbata protagonizados por políticos, grandes empresas y últimamente por miembros de las FF.AA.
A diferencia de lo que acontecía meses atrás, cuando la opinión pública estaba sorprendida -sino estupefacta- frente al avance del crimen, las recientes denuncias sobre asociaciones ilícitas, con la intención de defraudar al Estado ya no sólo producen perplejidad, sino indignación.
Es que vivimos un momento en que todo parece trastrocarse, como resultado del descarado atropello a los principios fundamentales que rigieron este país a lo largo de su historia.
En realidad pareciera que los chilenos vivíamos un sueño, adormecidos por el mito de la compostura de nuestros dirigentes y la incorruptibilidad del aparato administrativo.
Lo peor de todo, es que la cadena de abusos perpetrados es tan extensa y el resultado de las investigaciones tan magro en cuanto a sanciones, que llegamos a un punto en el que ya no sólo se cuestiona la eficacia, sino la credibilidad del sistema.
Cabe preguntarse ¿que hay que hacer para revertir esta preocupante situación? Respuestas hay muchas: incrementar el número de fiscalizadores, endurecer las penas para los infractores, la redacción de una nueva Constitución, e incluso no sufragar en las próximas elecciones. Sin embargo, nada se escucha respecto de reeducar a la ciudadanía.