
Fragmento del capítulo "Pastel de luna"
Recordó Quintín Quintana el sabor casi olvidado del mooncake, esa golosina que tanto le gustaba y con la que se festeja en su tierra el Festival de Medio Otoño.
Recordó también que había varias formas de prepararla.
Y se acordó también que, de todas, él siempre prefirió la manera cantonesa, con pasta de semillas de melón, pasta de semillas de loto, jamón, pollo, pato, cerdo asado, champiñones y yemas de huevo. Esos siempre sabían dulcísimos.
Sintió incluso el perfume del amasijo. El aroma embriagante del tostado. El azúcar, la dulzura, el suave sabor languideciendo en el aire.
Las dos agujas de cobre pinchadas sobre el labio superior y cada una bajo la nariz, una a cada lado, reciben el nombre de la dulce fragancia, por ese perfume almibarado, de confitura o pan dulce, siempre cambiante, que sentimos cada vez que el médico las inserta en su lugar.
La entrada trepidante del tren en la estación de El Ingenio lo sacó de un sueño raro de gasa amarillando en el salón del Oráculo Chino del jirón Huanta, en Lima.
Luciérnagas, olor a cerezas. Y la agonía de la espina enconada.
Estará el doctor Gao Wang en su consulta bajo los sauces esperando a Leo Shin y tendrá ya los sobres con las yerbas y las píldoras en sus frascos de loza iluminados de frutos y hojas y semillas y números árabes y tendrán pictogramas en mandarín y pequeños sellos rojos indicando el origen de cada yerba y cada viruta guardada en los frascos. Guinea. Java. Tonga. Kiribati. Triángulo Dorado. Angostura. Birmania. Ulán Bator.
Un gato rojizo merodeará entre las salamandras secas, en sus cajas de vidrio biselado. Los polvos y las rapaduras de cuerno o raíz de Rehmannia, Coptis y corteza de Cinamomo. Pero en ese momento, Leo Shin lo daría todo, en el pasado, todo en el presente y en el incierto futuro, todo, por hincar el diente una sola vez más en un Pastel de Luna cocinado a la manera cantonesa. Panacea universal y única garantía de vida eterna. La boca seca se le llenó de saliva solo de pensarlo. Se le llenó la boca de infancia.
Madre, ¿dónde te has ido?
Un hombre desgarbado salió de las negruras quebradas por el quinqué que alguien agitaba y subió al vagón, haciendo chillar la pisadera.
Dio unos trancos por el pasillo y se dejó caer junto a Leo Shin. Se tocó el ala del sombrero.
-Juan Rafael Allende, corrector de pruebas -se presentó con voz rota.
Ambos sabían a la perfección quién era su vecino de asiento y el cuidado recíproco que se debían.
-Quintín Quintana, empleado municipal -respondió el chino con una voz lejana y desentonada.
Allende, al escuchar el nombre, tuvo una imagen huidiza de persistentes golpes en la sien con un calcetín lleno de arena. Una gota cayendo sin cesar, ahí, en la sutura sagital del cráneo.
Shin, en cambio, pensó solo en los mordiscos hidrofóbicos del Padre Padilla, el periódico satírico más temible de la Historia de Chile.
La locomotora dio un tirón. Resopló y continuó viaje penumbras arriba. Hacia la abisal ferocidad de los volcanes Tupungatito, San José, Marmolejo y Maipo. Hacia el tiritar remoto de Alnitak, Alnilam y Mintaka, en la cintura de Orión, el cazador boca abajo en este hemisferio. Y también aspira el convoy -con tenacidad asmática- hacia Sirio, el Koh I Noor de los abismos.