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"Violeta"

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sualizarlo. Así vivo en una espiritualidad no religiosa.

-En Chile toda la gente que fue criada en casas de adobe ha visto o escuchado presencias…

-Mucho es imaginación también. Mi amiga más querida, mi hermana verdaderamente, Pía Leiva, se crió en casa de adobe, en San Fernando (Región de O'Higgins) y ella no solo oye voces, sino que sabe cuándo alguien se va a morir y ve fantasmas. Yo no tengo ese don, pero con ella he tenido experiencias espeluznantes. Ella se crió con unas tías porque la mamá murió cuando estaba embarazada, unas viejas solteras que, por alguna razón, se fueron como especializando en recibir moribundos: un primo, un tío, algún personaje que se estaba muriendo, se los dejaban en la casa que tenía esa arquitectura cuadrada, con un patio central. Ahí los cuidaban, entonces en la casa siempre había alguien que se estaba muriendo, así la Pía pasó su infancia. Cuando ya se caía a pedazos y desocuparon el lugar, en los cajones de los muebles había dentaduras postizas, anteojos, cosas que iban dejando los moribundos ¿cómo no voy a amar a mi Pía? Nos conocimos cuando trabajábamos en revista Paula.

-Todos los escritores tienen una relación singular con la muerte . ¿Con qué fantasmas hablaste para armar esta novela?

-Con mi mamá (Francisca Llona). Ella nació, como Violeta, en 1920, en una familia como la de ella en ese tiempo, en esa clase social. Le tocó una vida llena de altibajos, con éxitos y tragedias también, vivió ese siglo tan interesante y murió de 98 años, poco antes del covid-19. Su espíritu, su vida, sus recuerdos, porque tengo tantas cartas de mi mamá que la conozco como la palma de la mano, eso fue la inspiración.

-¿Esas cartas piensas transformarlas en una antología?

-Esa es mi vida privada. Las tengo clasificadas por año, en cajas y en un lugar con la humedad y la temperatura exacta para que no se deterioren. Mi mamá me hizo prometer que cuando muriera, yo las iba a quemar, pero primero necesitaría una hoguera bastante grande porque son como 24 mil cartas ¡un incendio! (Ríe). No pude: son tan preciosas para mí, ya mi hijo verá qué hace con ellas.

El marido y las perras

Con más de 70 millones de libros vendidos alrededor del globo, Isabel Allende decidió en 2022, a sus 80 años, realizar la gira promocional de "Violeta" de forma virtual, "en el ático de la casa, donde me encierro a trabajar y feliz, veo a mi marido a las seis de la tarde y a los perros y eso es todo, mis dos perras ordinarias", ríe mientras muestra su escritorio con ramo de flores y una foto con el ex Presidente de Estados Unidos Barack Obama, poco antes de recibir la Medalla de la Libertad, uno de los máximos honores del país.

-El año pasado estrenaste la tecnología del futuro en tu ático, con el brazo robótico en Sant Jordi, Barcelona, con el que firmabas libros a distancia con gran precisión gráfica.

-Fue una cosa increíble. Llegó una señora con una torta de chocolate, que no podía entender por qué no me la podía pasar, trataban de explicarle que era un robot, que yo estaba en California con una tablet mientras el robot calculaba el tamaño de la página. Ahí se ajustaba en mi pantalla, yo escribía la dedicatoria, mi hijo la enviaba por correo y el robot la replicaba. Por el momento es un sistema muy lento, son cuatro dispositivos conectados, pero con el tiempo no vas a necesitar moverte de tu casa.

"Isabel Allende Sudamericana 400 páginas $17 mil

viene de la página anterior

La casa de las camelias

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Dos días después de la caída del Gobierno, Arsenio del Valle recibió el golpe de gracia al enterarse que sería desalojado de la casa grande las camelias, donde nacieron él y todos sus hijos. Contaba con una semana para evacuarla. A eso se sumó una orden de arresto por estafa y evasión de impuestos, tal como temía su hijo José Antonio desde hacía mucho tiempo.

Nadie escuchó el balazo en ese caserón de muchas habitaciones, donde imperaba el ruido de las cañerías, de las maderas secas, de los ratones ocultos en las paredes y del tráfico habitual de sus habitantes. Lo descubrimos al día siguiente por la mañana, cuando entré a la biblioteca a llevarle una taza de café a mi padre, como hacía a menudo desde que despidieron a las mucamas. Las pesadas cortinas de felpa estaban corridas y la única luz provenía de la lámpara del escritorio, una Tiffany con pantalla de vidrio pintado. Era una habitación grande de techo alto, con estanterías de libros y reproducciones al óleo de cuadros clásicos que un pintor uruguayo copiaba con tal exactitud que podría engañar a un comprador experto, como mi padre hizo en un par de ocasiones. Sólo quedaba una enorme Judit con la cabeza decapitada de Holofernes reposando en una bandeja. También habían desaparecido las alfombras persas, la piel de oso, los dos sillones barrocos, los enormes jarrones de loza pintada de China y la mayoría de las piezas de las colecciones. Esa sala, que antes fuera la más lujosa de la casa, era un espacio desnudo donde flotaban los tres o cuatro muebles que iban quedando.

Yo venía cegada por la luz matinal de la galería. Me detuve unos segundos para acostumbrar la vista a la penumbra, y entonces vi a mi padre recostado en la silla detrás de su escritorio; pensé que se había quedado dormido y sería mejor dejarlo descansar, pero la quietud del aire y el tenue olor a pólvora me alertaron.

Mi padre se dio un tiro en la sien con el revólver inglés que había comprado en tiempos de la pandemia. La bala se le incrustó limpiamente en el cerebro sin causar mayor destrozo, apenas un hueco negro del tamaño de una moneda, y un sendero delgado de sangre que descendía de la herida hacia el diseño de cachemira de la India de la bata de fumar, y de allí a la alfombra, que absorbió la mancha. Durante una eternidad, permanecí inmóvil a su lado, observándolo, con la taza temblando en la mano, llamándolo en un murmullo, "papá", "papá". Todavía recuerdo con perfecta claridad la sensación de vacío y calma terrible que se apoderó de mí y habría de durar hasta mucho después del funeral. Por último, puse la taza sobre el escritorio y me fui calladamente a buscar a miss Taylor.

Esta escena está grabada en mi memoria con la precisión de una fotografía y se me ha aparecido en sueños muchas veces. A los cincuenta años estuve varios meses en terapia con un psiquiatra que me hizo analizarla hasta las náuseas, pero ni entonces ni ahora puedo sentir la emoción que corresponde ante el padre muerto de un balazo. No siento horror ni tristeza, nada. Puedo explicar lo que vi, el vacío y la calma que he descrito, pero nada más.

La casa entera despertó a la tragedia cuarenta minutos más tarde, una vez que miss Taylor y José Antonio limpiaron la sangre y le taparon la herida a mi padre con un gorro de dormir, que él se ponía en invierno. Fue un esfuerzo encomiable, que sirvió para fingir que se le había reventado el corazón por el estrés. Nadie en la familia, ni afuera, lo creyó.