La vocación playera que marcó a Alan Pauls
Este verano el escritor bonaerense reeditó "La vida descalzo", un clásico y querible libro playero que fue armando con las vacaciones que pasó de niño curtiendo su piel bajo el sol o agarrado de un libro en noches sin electricidad, apenas iluminado con velas.
Publicado originalmente en 2006, "La vida descalzo" es el primer volumen que Random House publica del argentino Alan Pauls, autor que en 2003 ganó el Premio Herralde con su novela "El pasado". Pauls habla de sus playas de ahora y de ayer, las que visitó en febreros y a las que sobrevivió en crudos junios.
Con emoción, Pauls examina a la playa como utopía salvaje, objeto cultural y último reducto de la ingenuidad, un prisma de sorprendentes caras que ejemplifica con citas cinéfilas y literarias, empezando por el epígrafe de Cesare Pavese que apunta a esa extraña cautela de estar semidesnudo en la playa.
Cabo Polonio, un reducto cada vez menos salvaje de la costa uruguaya, ha sido parte del prontuario playero del autor. Es el Cabo Polonio de comienzos de los dos mil, apartado del bullicio veraniego y sin luz eléctrica, quizás por eso con noches propicias para encadenar sueños, como un espectáculo de cine rotativo en el que sueña al hilo con Jack Nicholson, luego se ve susurrando en una galería de arte y finalmente, yendo a un concierto de Miguel Mateos, "el único outsider genuino del rock nacional", como lo define en ese recuento de su cartelera onírica.
Con aquella acostumbrada voz de largas inflexiones, Pauls se embriaga de playa y cae rendido ante la arena, el sol y el mar, tal cual como el niño que fue y que atestiguan las fotos en blanco y negro del libro.
De mano en la cintura y báculo en la otra, el niño mira un paisaje que es pura horizontalidad; en otras se recorta un perro salchicha que se mira con el niño sentado frente al mar, en otras juega con su hermano con sombreritos y varillas amenazantes. La última foto es del niño enfermo y en cama, triste por no poder gozar de un día de playa pero consolado por la lectura y un masticable de frutilla hallado el bolsillo de su pijama.
Recordando ese momento crucial, cuando descubre la pasión de leer, el autor asume un destino en el que no necesita nada ni a nadie. Con nostalgia irreprimible desliza un "… quizás no haya habido días en nuestra infancia más plenamente vividos que aquellos que creíamos dejar sin vivirlos, aquellos que pasamos con el libro por el que más tarde, una vez que lo hayamos olvidado, estaremos dispuestos a sacrificar todo"
Según el autor, este final sería un punto de inflexión en su vida, luego del cual puede situar el comienzo de su trilogía de los años setenta en Argentina, aquella que inicia con "Historia del llanto" y que luego completó con "Historia del pelo" e "Historia del dinero".
Villa gesell
Desde pequeño y hasta adolescente, quince febreros seguidos vivió Alan Pauls en el balneario argentino de Villa Gesell y deambuló por sus 30 kilómetros de costa. Allí, en la Casa Böhm, compró sus primeros Cortázar y sello un pacto veraniego con el cronopio.
En esos días el lugar era una mezcla entre la "comunidad hippie mochilera" y el "show business alternativo de Buenos Aires" y vivía sus días expuesto al sol desde las nueve de la mañana a las nueve de la noche, un régimen que recuerda como "la rutina draconiana con la que mi padre parecía entrenarme para un hipotético destino de lagarto o algún puesto en la Legión Extranjera". A pesar de los padecimientos que le juega su palidez, de ser el poseedor de una piel que enrojece y se despelleja, el autor reivindica al sol. Incluso descubre que su esporádica soriasis ama al sol, así lo aprende de la mano de John Updike y su "En guerra con la piel". También hila divagaciones más sensoriales y simbólicas sobre la impureza ancestral con que carga la arena y baraja datos sobre la antigüedad de la arena de Miami.
Lo criminal en la playa -por la vía de "El extranjero" de Camus y la película "Bajo la arena" de François Ozon-, y el perderse de pequeño en ella son parte del repertorio de Pauls. También lo erótico aparece en la figura de Proust y cómo despliega el deseo por Albertine, así como la playa convertida en campo de batalla y en zona de duelos.
Amor en la arena
Por razones de índole práctica no suscribe el imaginario del revolcón amoroso entre la arena y el mar, al estilo del que despliegan Deborah Kerr y Burt Lancaster en "De aquí a la eternidad". Gainsbourg y su "Sea, sex and sun" también lo deja impávido porque no hay nada peor a frotarse con otro cuerpo en la arena, aunque el momento kitsch de Úrsula Andrews y su bikini blanco saliendo del mar lo toca.
"No soporto la arena como lecho sexual, y a nadie se le escapa, por mucho que pataleen los idólatras, que el agua, sobre todo la del mar, entorpece cualquier tipo de fricción erótica; solo un demente se atrevería a fornicar con el sol clavado en medio en el cielo y sólo una víctima del lirismo publicitario de los años 70 pregonaría las bondades de una escaramuza amorosa al atardecer", aclara.
Para Pauls, la máxima recompensa erótica de la playa es encontrarse con el cuerpo amado en unas frescas sábanas recién cambiadas, allí yace el verdadero poder sensual, en la periferia de la playa y no en medio de la arena como lo hace creer Moria Casán cuando enarbola la causa de las playas nudistas.
Otra marca que señala es el absoluto descrédito del intelectual en la playa, un espacio que algunos asocian con "la vulgaridad más estéril", un remedo de cualquier set del programa de E! y su "cardiopática jovialidad". ¿Literatos en la playa? Imposible, es una imagen disonante, nos dice Pauls y cuenta de su amigo que no va a la playa porque no es capaz de imaginar en ella una biblioteca.