Ex uniformados recuerdan cómo vivieron el periodo en que la amenaza bélica crecía en los extremos del país Esperaban la guerra: los tensos últimos meses de 1978 en la frontera norte
Hace exactamente 40 años, los ojos del país estaban puestos en las islas Picton, Lenox y Nueva, donde se esperaba un inminente ataque argentino, pero justo al norte de Arica, asomaba también la posibilidad de un enfrentamiento con Perú.
Minutos antes de las 3 de la mañana de un día de mediados de diciembre, Juan Carlos Emparan encendió la luz de su moto y partió hacia la estación naval de Puerto Williams, a menos de un kilómetro de su casa, adonde estaba citado a esa hora con uniforme completo y fusil M16. Poco alcanzó a avanzar cuando una voz lo sorprendió: "¡Apaga la vela poh conchae...!". Recién al apagar la luz se dio cuenta que a ambos costados del camino y al amparo de la oscuridad, dos columnas de infantes de marina se dirigían hacia el Canal Beagle.
Era 1978 y la atención del país estaba puesta en la zona austral, donde la amenaza de guerra crecía desde que el 25 de enero de ese año, el gobierno argentino declarara "insanablemente nulo" el laudo arbitral de la Reina de Inglaterra, que había resuelto que las disputadas islas Picton, Lenox y Nueva eran chilenas.
Hacia fines de año, las principales ciudades argentinas eran sometidas a ejercicios de oscurecimiento, los pasos fronterizos eran cerrados sin previo aviso por las autoridades trasandinas y se temía que en cualquier momento se desataran las hostilidades.
KILÓMETROS al norte
Cuatro mil kilómetros al norte, los ariqueños seguían también con atención las noticias de lo que ocurría en el extremo austral, sin plena conciencia de que una tensión similar se vivía a pocos kilómetros de sus casas.
Las relaciones con el vecino del norte pasaban también por un momento difícil.
Gobernaba en Perú el general Francisco Morales Bermúdez, militar nacionalista que había sido comandante de la guarnición de Tacna. Se acercaba, además, el centenario de la Guerra del Pacífico, y al otro lado de la frontera sectores revanchistas abogaban por intentar recuperar parte de los territorios perdidos el siglo anterior, aprovechando la superioridad armamentística que había obtenido Perú con las millonarias compras realizadas por el gobierno del general Juan Velasco Alvarado a la Unión Soviética.
Para completar el escenario, dos oficiales chilenos, del petrolero Beagle, acababan de ser detenidos en el puerto peruano de Talara, acusados de espionaje por, supuestamente, haber tratado de fotografíar instalaciones de la Fuerza Aérea del país vecino, episodio que llevó a la expulsión del embajador chileno, Francisco Bulnes.
Para las autoridades chilenas de la época, que el inicio de una guerra con Argentina en el extremo sur fuera seguido por un ataque peruano en el norte, era una amenaza muy real.
Bajo tierra en la pampa
Eliseo Morales Castillo era entonces sargento primero y estaba asignado al Cuartel Las Machas del Regimiento Rancagua, la unidad del Ejército más cercana a la frontera con Perú.
Hacia fines de ese año, su rutina se vio alterada y de cumplir funciones como ayudante del comandante, pasó a mandar una sección de infantería, dotada de cañones antitanque, montados en jeeps Santana.
"Si los peruanos llegaban a pasar la frontera íbamos a ser los primeros en recibir el golpe. Nosotros teníamos que destruir tantos tanques enemigos como fuera posible, y si nos sobrepasaban, replegarnos, porque ahí iba a entrar en acción la artillería", cuenta.
"Estuvimos como dos meses en esa situación y a lo mejor un poco más. Hacíamos guardias de 24 horas. Antes del amanecer llegaba el relevo y nosotros nos íbamos a descansar al cuartel, pero con equipo y todo, listos para salir en cualquier momento", recuerda.
En su puesto, todo se hacía bajo el nivel de suelo. De noche estaba prohibido prender luces y de día asomarse fuera de la posición, aunque entonces podían acomodarse en lo más profundo para fumar. "La idea era que se viera el menor movimiento de tropas posible", explica; "cada pieza tenía cuatro sirvientes y mientras tres descansaban, uno estaba de centinela, mirando al frente con binoculares y cada dos horas nos íbamos rotando. "Lo bueno", recuerda, "es que el clima era agradable, no como en el altiplano, donde me tocó estar de cabo, ahí sí que es jodido".
"demasiado helado"
Quien estaba en el altiplano era Salvador Jorquera, recién ascendido a cabo primero, como parte de la Agrupación de Montaña Huamachuco. "Estábamos acantonados en Caquena y de ahí nos cambiamos a Villa Industrial, junto a la azufrera del Volcán Tacora. Allí teníamos unas estructuras prefabricadas, que me parece eran de procedencia española, que nos protegían del frío y la lluvia y barracas de madera para guardar el material, así que no era tan difícil, pero saliendo a terreno sí que era muy helado, demasiado helado.
Según cuenta, se abastecían por el Ferrocarril de Arica a La Paz, que funcionaba muy bien en ese tiempo y si no, había caminos por Pacollo y Visviri, por donde llegaban vehículos motorizados con vituallas.
"Había comida, pero buena no. Mucha legumbre, solo a veces carne o pescado. Pero nosotros juntábamos plata y comprábamos animales a los habitantes del lugar o el que bajaba a Arica, a la vuelta llevaba cosas para arreglar el rancho", rememora.
Sobre su relación con los habitantes de la zona, cuenta que "al principio la gente se escondía en sus casas, pero de a poco fuimos entrando en confianza y llegó a haber buena convivencia. Ellos nos enseñaron cosas como de dónde sacar la mejor agua o la mejor leña".
También en el interior estaba el entonces cabo segundo Hugo Núnez, como mecánico en la compañía de Ingenieros del Regimiento Huamachuco, que para entonces estaba dedicada a identificar posibles vías de penetración de las fuerzas enemigas y minarlas.
"La principal dificultad era el frío. Normalmente uno andaba con panties, porque los uniformes no eran de la calidad que son ahora. A los sectores donde íbamos no había caminos, sólo huellas, pero los camiones que teníamos, Mercedes Benz 1114, que curiosamente eran argentinos, daban muy buen resultado en el altiplano. Claro que había lugares dónde ya no podían pasar y ahí las cuadrillas de trabajo tenían que echarse el material al hombro y caminar nomás", relata.
Pese a ello, el clima obligaba a tomar medidas especiales. "En la noche había que sacarle el agua a los radiadores, para que no se congelara y en la mañana poner sacos mojados en agua caliente en el motor, a veces, incluso había que prender fuego debajo para que partiera, porque hasta el petróleo se congelaba".
Plantaban arbolitos
Cuatro mil metros más abajo, Dagoberto Ponce realizaba un trabajo similar, con la dificultad de que en la planicie pampina es más difícil ocultarse a ojos indiscretos. "Nosotros íbamos de civil. Los que estaban más cerca de la frontera plantaban arbolitos y los de más atrás sembrábamos minas", cuenta.
"Nos demorábamos un día entero en hacer un hoyo así (muestra con las manos un espacio como un plato hondo) para mina antitanque, porque salían unos costrones de caliche súper duros. Así que llevábamos dos cantimploras con agua, pero más que para tomar, eran para mojar el terreno y disolver la sal y si se nos acababa el agua, había que orinar en el hoyo nomás, porque había que dejar plantada la mina en el día".
Mario Luna era cabo primero y estaba a cargo de un cañón autopropulsado, en la pampa al sur de Lluta, a la espera de un posible ataque para tomar posiciones previamente definidas.
"No me acuerdo cuánto tiempo estuvimos allí. Lo que sí recuerdo es que para Pascua bajamos los casados y para Año nuevo los solteros. Ahí pudimos saludar a la familia y después de vuelta a la pampa".
Él asegura que, pese a la posibilidad de una guerra, "lo pasé mejor que nunca, porque tuvimos que asumir nomás. Los de planta lo tomamos como una campaña y a los pelados les avivábamos la cueca. No había otra posibilidad".