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Algunos rostros de Nicanor

El autor chileno Alejandro Zambra escribió sobre el tiempo en que trabajó con Parra en Las Cruces.
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Hace unos meses me disponía a empezar una clase con algún concepto sobre la obra de Nicanor Parra, cuando el propio poeta, con la actitud de un alumno que llega atrasado, golpeó la puerta. Fue un gesto muy bello. Le había contado, por teléfono, que comenzaríamos a leer Hojas de Parra y él averiguó por sí mismo el día y la hora y arregló todo para viajar a Santiago y concretar la sorpresa.

No es frecuente que un autor ingrese, como si nada, al lugar donde cuarenta y tantos lectores comentan sus poemas, sobre todo si tiene 95 años y es, como se dice, una leyenda en vida de la poesía. Aquella mañana mis alumnos reaccionaron, al principio, con timidez, pero de a poco se atrevieron a hacer algunas preguntas que Nicanor contestó generosa y largamente.

Más tarde uno me dijo, en el casino, que se había asustado al ver a Parra, pues creía que estaba muerto. Está muerto y yo también, le respondí, pero mi alumno no entendió, tuve que explicarle que era una broma. Recordé ese diálogo hace unas semanas, cuando supe que, en un discurso para celebrar el día del libro, el presidente Piñera había cometido el mismo error, al incluir a Parra entre los autores chilenos que "ya nos dejaron". No sé qué habrá pensado Parra de ese lapsus. Lo más probable es que haya reído a carcajadas.

Conocí a Nicanor Parra a fines del año 2003 y al poco tiempo comenzamos la edición de Lear rey & mendigo, su brillante traducción de King Lear. Lo visitaba semanalmente en su casa de Las Cruces y trabajábamos en sesiones largas sobre un manuscrito lleno de enmiendas. Mi misión era propiciar las decisiones, limpiar rápidamente el texto, pero Nicanor solía agregar matices y al final de cada jornada se mostraba casi siempre insatisfecho: a este libro le falta mucho, decía, jugando con la idea de nunca publicarlo. La traducción estaba lista, por supuesto, pero él disfrutaba del proceso de corregirla, de pulirla incesantemente.

Conversar con Nicanor Parra es una verdadera aventura. Al comienzo se da siempre un estudio, una especie de reconocimiento, de intercambio de banderines, matizado por algunas frases sueltas que en verdad son sus poemas recientes, sus pensamientos de la semana. Durante el almuerzo habla de lo que la gente habla mientras come: de lo bueno que está el vino, del arrollado insuperable de Las Cruces, del interesante color de los tomates. Pero lo mejor ocurre en la sobremesa, pues el guión se arranca en direcciones inesperadas y él no quiere enseñar nada pero uno aprende mucho.

Nunca lo he entrevistado, pero fui testigo de dos intentos que al principio fueron arduos, pues, como es sabido, a Parra los cuestionarios le suenan demasiado similares a los interrogatorios, y prefiere respetar los tiempos naturales de una conversación. Recuerdo, en especial, el largo tira y afloja con el periodista Matías del Río. Nicanor había accedido a conversar con él a condición de que no hubiera preguntas ni grabadora. Del Río tardó dos minutos en transgredir la norma y Nicanor se enojó mucho: "Usted es un pontífice, y los pontífices deben estar en Roma", le dijo. Estábamos en el garage y Nicanor nos dejó ahí sin dar explicaciones. Del Río no sabía si quedarse o irse pero la historia terminó bien: el poeta volvió, se disculpó, lo invitó a almorzar y mientras comíamos contestó in extenso las preguntas del periodista. En un momento Nicanor me miró aparte y me cerró el ojo: sabía perfectamente que su interlocutor escondía una grabadora.

Fragmentos de "Algunos rostros de Nicanor Parra", del escritor Alejandro Zambra, publicado en la edición número 12 de la revista "Dossier", de la UDP. -

Por Alejandro Zambra