La odisea de emigrar
Un gran número de refugiados se preparaba para emigrar. Contaban con un pariente más o menos cercano, con un amigo o con el amigo de un amigo, con unos conocidos establecidos en las más alejadas partes del mundo y que, pensaban, podrían ayudarlos a culminar la emigración.
Mantenían una esmerada correspondencia con muchos sobrentendidos, enviaban costosos telegramas, pedían un afidávit o un visado, recibían respuestas, contrademandas, cuestionarios, circulares que engendraban una nueva oleada de cartas.
Luego, se pasaban las mañanas enteras delante de los consulados para saber si tal documento o tal otro hacían falta, si se atenía a las instrucciones o si resultaba inexacto. Cuando algunos salían con un visado, eran mirados como fenómenos, ¡como bienaventurados!
Partir era poco frecuente.
Despachos, agencias y oficinas de emigración suministraban las informaciones, se encargaban de las formalidades y prometían el oro y el moro. Cobraban adelantos y señales, que los refugiados les pagaban diligentemente.
Sin embargo, esas promesas nunca se cumplían. El emigrante se sentía estafado, pero al menos había pasado por un periodo de esperanza.
En cuanto a mí, mis afectos y mis vínculos me unían a Europa, y no traté de emigrar a ninguna parte.
Para todos, la existencia había perdido la ilusión y el entusiasmo... También, por rachas, caíamos en una indiferencia lúgubre, en una inercia absoluta.
Cuando me daban ganas de ver mundo, no tenía más que acercarme al paseo de los Ingleses. Bastaba con sentarse en los parajes del bulevar Gambetta, del casino o del jardín Albert-Premier para encontrarse con "conocidos", de quienes a menudo ni se recordaba el nombre, o para saber alguna noticia. Esa gente perdida y desorientada estaba deseosa de romper un silencio tan cargado, ya fuera para aligerar, mediante confidencias, sus agobiantes preocupaciones, ya fuera para conocer, entre charla y charla, alguna noticia sobre los acontecimientos políticos o para conocer la historia de otros refugiados. Cualquier cosa era mejor que deprimirse en el aislamiento.
Un día, una dama polaca de setenta y dos años me contó su éxodo, en el curso del cual había perdido a toda su familia. Estaba medio ida.
Conocí también, sentada en un banco, a una noruega cuyo marido, en el momento de ser detenido como rehén, había optado por huir. Ella se le había unido en Suecia y luego habían venido juntos... ¡hasta Niza! Ahora planeaban ir a Inglaterra, donde él quería alistarse. Ella iba con él en todos sus desplazamientos.
Un millonario holandés aguardaba la ayuda de unos amigos americanos porque carecía de recursos.