La súper mamá que le ganó a la muerte y que sólo le teme al viento
Es pequeña de estatura, pero Ana María Campusano parece de hierro. Tras quedar viuda hace 32 años, supo criar, educar y amar, ante todo, a sus cinco hijos.
Aros de plata, con una piedra al centro de color verde, lleva puestos Ana María Campusano Cerda, sanantonina de 62 años que, con su simpatía y encanto, parece no perder el tiempo pensando en si es bueno o no dar a conocer su edad. Humilde y de ideas claras, ella es de verdad. Para qué esconder lo que los años dejan como huella en el cuerpo si hay tanta cosa más importante que la apariencia.
Su historia es, quizás, la misma de miles de otras chilenas. Nació en el puerto de San Antonio en el seno de la familia conformada por Ignacio Campusano y Ana María Cerda. Él, un trabajador portuario, tenía su hogar en Barrancas y había llegado a esta ciudad por una oportunidad laboral.
"Estudié en el Grupo Escolar y luego en el Liceo Fiscal. Ahí, a los 15 años me enamoré de Eduardo Escalante. Yo era una niña e iba con mi mamá a comprar a una carnicería de Barros Luco, donde él trabajaba; ahí lo vi y lo encontré tan bonito", rememora. Años más tarde se conocieron e iniciaron un romance. "Me acusaron con mi mamá porque él era mucho mayor que yo", añade. El primer beso se lo dieron en el paradero 7 de la Gobernación Provincial. El galante novio, que a esas alturas había dejado la carnicería para manejar un taxi, le regalaba chocolates, le enseñó a bailar y muchas cosas más.
Los enamorados se casaron casi a escondidas, ya que sólo el padre de Ana María asistió al matrimonio. "Después era el yerno favorito, tuve la suerte de casarme con un hombre excelente", recalca ella.
Pronto vinieron los hijos y fueron varios: Alejandra, Eduardo, Maribel, Paula y Fabiola se transformaron en el centro de todos los sueños de la familia. Pero la desdicha estaba cerca, como siempre, acechando, molestando la paz que por momentos hallamos los humanos.
El 3 de octubre de 1984, Eduardo Escalante falleció en el hospital tras sufrir un accidente automovilístico en el taxi que manejaba. El hombre partió de este mundo, dejando en el dolor y en la indefensión a su mujer y a sus cinco hijos. Un año más tarde, en 1985, también murió la madre de Ana María Cerda.
"Lo pasé muy mal", recuerda la mujer mientras no puede evitar el llanto. Su cara de alegría eterna se torna tensa y saca un diminuto pañuelo con el que seca sus lágrimas. "Me da pena recordarlo", dice.
A partir de ese momento, esta mujer supo que estaría sola frente a todo, ante los malos y los buenos. "Era terrible porque comprobé que cuando uno está bien, tiene amigas, pero cuando uno está mal no las tiene. Uno pasa a ser un cacho. Hubo dos personas que me ayudaron cuando quedé viuda, que fueron Clarita Sepúlveda y Jaime Cornejo", expresa al recordar a sus vecinos de la calle Libertad, en la población Orella. Lo peor, admite, es que hasta las amigas se pusieron extrañas y desconfiadas. Si hasta pensaban que les quitaría el marido.
Sola contra el mundo
Ana María debió luchar contra un mundo agreste. Eran los tiempos del Chile pobre y en dictadura, del Chile sin los altos índices de obesidad, el Chile en que la traición implicaba muerte, la época en que unos pocos letrados se adueñaron de casi todo y en que la desigualdad de hoy daba sus primeros pasos. Era el Chile donde comprar aceite "suelto" en una botellita de vidrio y un cuarto de azúcar era para millones de compatriotas "pan de cada día". Era el Chile que caricaturizaba la TV de aquellos años.
La tristeza por la muerte de su esposo la dejó con esa sensación incomprensible que conlleva la desaparición de un ser querido. Ella sacó fuerzas de flaqueza y en Dios encontró la fuente de la energía.
"Mi tesoro son mis hijos y ahora mis siete nietos. Le doy gracias a Dios porque mi familia salió adelante y todos ellos son mi razón de vivir", afirma ella.
"Tuve que empezar a trabajar cuidando una casa en Santo Domingo, desde donde me venía a pie hasta mi casa. Más tarde, trabajé en una consulta médica. Lo malo de trabajar es que tenía que dejar solos a mis hijos, y en la noche, cuando llegaba a mi casa, tenía que revisar las tareas de los cinco niños. Agradezco a Dios porque me dio hijos muy buenos, que nunca me dieron qué hacer", asevera al reconocer que es una ferviente católica de aquellas que reza el rosario dos veces al día.
Alejandra, la hija mayor que hoy tiene 45 años y que sólo contaba 14 cuando murió su papá, ayudó a su madre a cumplir con el cuidado de los hermanos menores. Ella, que trabaja en el hospital de San Antonio, se transformó en un aporte para mantener a la familia unida.
Miedo al viento
"Una vecina que se llamaba Leonor me dijo: ´mira te voy a decir una cosa: tú ya no tienes al Peluca (como le decían a su marido) y tienes que sacar las garras y no permitir que nadie te trate mal. Ya no está tu marido y tú eres la cabeza; si tenís que echar chuchadas, las echaí nomás´. Con eso yo pude seguir. Fue así como saqué garra. A mí, ahora, lo único que me asusta es el viento, no le tengo miedo a la muerte, a nada", asegura.
El amor que les dio a sus retoños fue recompensado con gratitud por ellos. Confiesa sentirse feliz y recuerda cuando su hijo Eduardo (44) le dijo que no trabajara más y que se dedicara a descansar, pues él y los demás se harían cargo de la casa. "Así que ahora soy la empleada peruana sin sueldo", manifiesta junto con largar una carcajada. Aclara que eso es sólo una broma y que todo lo hace con mucho cariño y amor.
Los hijos primero
De nuevos amores supo dos veces. A los tres años de la muerte de su esposo, Ana María tuvo una relación que duró hasta que aquel hombre le pidió matrimonio, pero con la condición de que enviara a sus hijos a un internado. "Ahí lo mandé al espacio altiro, porque mis hijos son primero", recalca. Después tuvo otra pareja, pero tampoco fructificó. Ahora está sola pero inmensamente feliz. "Mis dos nietos más pequeños, Carlos y José Ignacio, me dicen que ellos son mis pololos. Además no salgo, mi vida transcurre en mi casa, ir a comprar la mercadería para el mes y ver los asuntos de la junta de vecinos. Mis nietos además me dicen que no necesito tener una pareja, que yo los tengo a ellos y que no necesito a nadie más", confirma.
-Pese a su historia, ¿usted siente que ha sido una mujer feliz?
-Sí. Sería una mentirosa si no le digo que a veces me siento sola, pero es sólo un ratito cuando me da un bajón; después pienso que así es la vida, qué le vamos a hacer. Además mis hijas siempre me están llamando al celular para saber a qué hora voy a volver a la casa; si no son ellas, son mis nietos. Tengo una gran familia, incluso dos yernos maravillosos.
El mensaje de Ana María a las madres que deben enfrentar la vida sin la presencia del padre de sus hijos, es contundente y humano. "Lo primero que tienen que hacer es tomar una opción por sus hijos, porque ellos no pasan, los hombres pueden pasar, pero los hijos no. Los hijos son el mayor tesoro de uno, para mí son lo más preciado y también mis nietos. Cuando uno es sola tiene que ser dura con sus hijos, no permitirles tanta cosa, porque hoy día las mamás son muy permisivas con los niños. Hay que enseñar bien a los hijos, con respeto, no sólo a uno, sino que a la sociedad", declara.
Ana María se va feliz caminando por Barros Luco, presa del recuerdo de aquel primer beso que un día le dio en esa misma avenida el único hombre al que amó, al padre de la familia que hoy ella ama con locura. Estas letras son un homenaje a ella y tantas otras mujeres que siempre y frente a todo optaron por ser madres, incluso olvidándose de ellas mismas para sacar la cara por sus retoños.