Difícil comentar el caso del futbolista, Arturo Vidal, quien se vio envuelto en un accidente la noche del martes mientras viajaba desde un casino a la concentración de la Selección Nacional en Santiago.

Vidal conducía bajo los efectos del alcohol, cuestión que hizo en su tarde libre previamente autorizada.

Como es sabido, en Chile se desarrolla hoy la Copa América, torneo que nuestro país jamás ha ganado. La esperanza por el triunfo es evidente y es materia contextual determinante para intentar un breve análisis del caso. Vidal, miembro de la Juventus de Italia, y, a juicio de los expertos, uno de los mejores futbolistas chilenos de la historia, es pieza fundamental de este proceso y en razón de aquello, el tema provoca una polémica y expectación entre quienes exigían su desafectación del equipo y aquellos que apelaban a su continuidad. Finalmente se decidió por esto último, junto con escuchar las disculpas del jugador.

Resulta bien evidente la equivocación del deportista, quien aparentemente incurrió en errores de criterio, que derivaron en un delito: conducir en estado de ebriedad, lo que deberá resolver la justicia.

Por otro lado, es compleja la vida de estos deportistas, tan reconocidos con la fama y el éxito, y tan expuestos en sus aspectos privados. La sociedad hoy les exige no sólo el triunfo, también que sean modelos de conducta, por el impacto que tienen en un país y, principalmente, en los menores de edad.

Ello es así. Caso como el de Vidal, Alexis Sánchez, o Lionel Messi, son mucho más que modelos comerciales, también lo son de conducta. Es un hecho que puede cuestionarse, pero en el fondo, simplemente es. Estas cuestiones simbólicas son las más complejas. Este hecho demuestra que los comportamientos de tales personalidades son enjuiciados con mayor severidad por todos, incluso a riesgo del escarnio público, en función de lo que representan; en su caso al país.

¿Qué queremos medir o enjuiciar con el caso Vidal?

¿El delito, la llamada afrenta al país, o el mal ejemplo para sus seguidores? Difícil saberlo.

Hace un par de años señalábamos en estas mismas páginas que resultaba preocupante cómo se había ido instalando en el sentir de la gente la idea de que tenían el derecho de tomarse la justicia en sus manos. Esto a propósito de algunas "detenciones ciudadanas", en las que no sólo se había reducido a personas capturadas in fraganti cometiendo algún delito, sino que además se las había maltratado. Decíamos entonces que temíamos que esto podía derivar en golpizas realizadas por turbas enfurecidas, que tuvieran ya internalizada la creencia de que actuar así es legítimo.

Lamentablemente el año pasado nos daba la razón, ya que de las detenciones pasamos a verdaderos linchamientos, en que se llegó a amarrar a los detenidos, golpearlos, desnudarlos y vejarlos en la vía pública, en verdaderos actos de tortura. El temor entonces pasó a ser que este actuar, que era legitimado por las personas en redes sociales y noticieros, podría terminar en que lamentáramos una desgracia, en que alguien se sintiera empoderado ya no para maltratar, sino derechamente para acabar con la vida de otro.

Pues bien, ese lamentable momento ya llegó. Hace sólo unos días el país entero se vio conmocionado por una persona que, indignada por lo que consideró un daño intolerable a su propiedad, que estaba siendo rayada por unos manifestantes, se trenzó con ellos en una violenta discusión, y terminó tomando un arma y acabando con la vida de dos jóvenes estudiantes.

No es momento de ponerse tremendista, pero estas escaladas de violencia son síntomas de una enfermedad más grave, la creencia que se está enraizando en los ciudadanos de que cualquier medio es apto si se trata de "protegerse". Que podemos tomar la labor de la justicia en nuestras propias manos, y convertirnos nosotros mismos en policía, juez y ejecutor. Si no ponemos término a esto de manera clara y tajante, la convivencia social se verá reemplazada por la ley de la selva y esta será sólo la primera de una serie de desgracias por lamentar.