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Pizarra urbana

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Coco y pi… La irreverente leyenda escrita con plumón negro resaltaba sobre el lívido celeste de la pared del almacén. La contempló con una sonrisa. No pudo evitar imaginarse a un niño desahogando su infantil lujuria sobre la desvaída muralla.

Un mocoso que, en un arrebato de osadía, graficó su grito de desacato a los principios inculcados. La inscripción, que antes fuera el garabato más común en boca de cualquier infante e impreso en todo muro que se preciara, hoy, más que evocar los genitales masculinos sugería un paradisiaco paisaje pleno de palmeras, mecidas por una brisa saturada de sonidos, emitidos por cacatúas, loros y tucanes.

Desde siempre, el imaginario popular recurría a todo el reino animal, incluyendo la fauna marina y el bestiario mitológico universal, para aludir los órganos sexuales.

En la actualidad, los niños criados en un mundo de gran tecnología, aparatos electrónicos, celulares e Internet, insultan en un mínimum de dos o más idiomas. Ello sin mencionar una variada gama de obscenidades corporales, expresadas a través de un lenguaje alegórico, donde las manos cumplen un rol destacado y el dedo medio, un papel protagónico.

¿Cómo explicarse, entonces, este raro paradigma lingüístico? Un niño, con una inocencia tal, que rayaba murales con insultos más ingenuos que ofensivos, ¿cómo impedir qué este jovencito perdiera esa inocencia?

La siguiente vez que acudió al lugar todas sus presunciones y expectativas se vinieron abajo.

Las groserías originales aparecían complementadas. Siempre en minúscula y con idéntica caligrafía, habían adjudicado a la primera una profusa condición capilar, y a la segunda, características de rigidez inequívocas.

¡El chiquillo evolucionaba! Allí cayó en cuenta que trataba de tapar el sol con un dedo. Una lucha inútil tratando de evitar lo inevitable. A la mañana siguiente, entró a comprar sin mirar a la pared.