Anécdota doméstica
Cuando escribo acostumbro hacerlo en mi pequeño estudio ubicado en el último lugar de mi casa, al lado del patio.
Me acompañan los ladridos de mi noble labrador que muchas veces me desconcentran y las ideas se me van a las nubes.
Lo hace porque me reclama sacarlo a pasear, labor que delegué porque es grande y macizo; su fuerza descomunal me hacía correr el riesgo de luxación de mi hombro derecho, lesión reiterada que me obligó abandonar mi deporte favorito. Aparte de que cuando solía hacerlo no se sabía quién paseaba a quien y no faltaban las tallas de los vecinos. Sin embargo, no es lo único que me distrae.
Seguramente quienes tienen que trabajar a cada rato con el computador probablemente también sufren lo mismo que me ocurre. Marcelo (el del programa "Cachureos" que entretiene a los pequeños), hasta le dedicó un video con canción incluida: me refiero a la mosca que con su persistente zumbido la revuelve p'al mundo.
Se adueña de la pantalla, se para en los brazos, cara, cabeza. Lo pica para chupar su sangre.
Si usted está comiendo de repente se pega una picada desde la altura y cae en su sopa donde muere ahogada. Recurro a los insecticidas, el efecto dura un rato y vuelve al ataque.
Es tan impertinente y molestosa que ni Mister Músculo me ha servido de ayuda. A veces conspiran en patota, especialmente cuando el guano enriquece las tierras del Valle de Azapa.
Cuando alguna se para en una de mis manos, con optimismo cavilo, ¡esta es la mía! y con la otra, actuando con suma rapidez intento hacerla descansar en paz, pero no hay caso, me gana su mecanismo de defensa.
No logro su deceso, escapa. Para mi conformidad, reflexiono optimista… no la mate, pero con el estruendo que causaron mis manos al chocar violentamente, exclamo contento... ¡la sordera no se la quita nadie!.