El cierre del Mundial de Fútbol Brasil 2014, con el elenco alemán levantando la Copa, no sólo puso fin a un mes de fútbol, sino que a una serie de hechos y consideraciones que rodearon a la cita planetaria del balompié.

Aquí mismo, en Arica, de alguna manera el certamen cambió las rutinas, más cuando la comunidad se unió en torno a la campaña que realizó la 'Roja'. Los encuentros entre amigos, las pausas en trabajos y colegios, el aumento del comercio relacionado con el campeonato, y una cultura en torno al fútbol que se extiende durante un mes, son características de este tipo de eventos.

Sin embargo, en sociedades como la nuestra, en la actualidad, en el contexto no sólo nacional sino que también internacional, la reunión de tantos países y tantas culturas distintas tiene un significado especial. La atención del mundo se concentra en lo que hacen los países en el rectángulo de juego, en momentos en que en otros puntos del planeta, las guerras y conflictos afligen a mujeres, niños y hombres. Algo similar se vivió en Brasil, donde el estallido social previo y aún durante el torneo, marcó las reflexiones en torno a los costos de una competencia deportiva, en circunstancias en que el país, a través de otros actores, exponía otras necesidades.

Es difícil hacer confluir, por un lado, el verdadero rol social que puede o debe tener el fútbol, con su otra faceta, la del negocio de la entretención. Evidentemente, no se puede esperar que el balompié venga a solucionar carencias de las cuales otros agentes y organizaciones deben hacerse cargo.

Mientras el mundo sigue en conflicto, durante un mes el deporte dio la posibilidad de que manos se estrecharan, que en nuestra ciudad, por ejemplo, colonias y residentes extranjeros manifestaran su pasión y su alegría por el fútbol de forma sincera y tranquila. En otras palabras, el fútbol y cualquier deporte siempre abrirá los espacios para mostrar lo mejor de lo nuestro, y lo mejor del ser humano. De lo otro, debemos seguir haciéndonos cargo, en Chile y en el planeta, con o sin Mundial.

¡El amor aún puede cantar victoria! Sí, ese amor que un día fue haciendo nido en dos corazones latiendo a un mismo tiempo; en dos miradas que comenzaron a cruzarse, hasta que llegó el momento en que no pudieron desatarse jamás. El amor sigue viviendo, sin asomo de dudas, en tantos ejemplos de parejas que mantienen su entrega, su fidelidad, a pesar de cualquier situación adversa, de carencias que lleguen al hogar a mellar la fortaleza matrimonial, y a pesar del inclemente tiempo, que muchas veces va arrasando con lo que encuentra en su paso, o va renovando, separando, distanciando.

Que el amor vive lo reconocemos en tantas parejas que siguen -perdida la viveza juvenil, marchitada la piel, coronada la cabeza por la nieve que siempre llega- manteniendo sus palabras de amor, de ternura; sus cálidas miradas cuando sus ojos se encuentran. En sus paseos maduros, tomados de la mano, como dos adolescentes, al igual como lo hacían hace cuarenta o cincuenta años atrás.

Ese amor vivo es el que celebraron Manuel Víctor Villanueva Molina y Aída Juana Tapia Arias, los novios que hace cincuenta años, exactamente el 27 de junio de 1964, se unieron para toda la vida en la Iglesia de las Peñas, la misma que los recibió ahora, acompañados amorosamente por sus hijas Elizabeth, María Cecilia, Aída del Carmen Priscilla, y por sus siete nietos.

Manuel y Aída pudieron rememorar, en esta ocasión, aquel diciembre de 1964, cuando por fin ella aceptó pololear con él. Se habían conocido cuando Manuel llegó a vivir al barrio de Gallo con Chacabuco, donde le llamó la atención una agraciada jovencita, Aída, que se asomaba a la puerta de su casa, en la vereda de enfrente, la que no le hacía ningún caso cuando él se la quedaba mirando, embelesado, desde la entrada de la verdulería de su mamá en la esquina.

La celebración de estos cincuenta años estuvo plena de emociones y de añoranzas.