Gabriel García Márquez
Nuestro subdesarrollo latinoamericano no existe a la hora de la poesía y la narrativa, donde el continente ha sido capaz de expresar lo mejor del ingenio humano con hombres y mujeres de marca mayor.
Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Vicente Huidobro, Nicanor Parra, Mario Vargas Llosa, Octavio Paz, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, César Vallejo o Andrés Sabella, por nombrar a una mínima parte, son estelares en el concierto de las letras.
Cada uno es una estrella en la amplia bóveda de creadores que han obviado y omitido nuestra histórica y periférica postergación para instalarse junto a otros enormes como Miguel de Cervantes o William Shakespeare.
Es curioso que un continente que se codea con la pobreza sea capaz de gestar tamaños "dioses", que han hecho de nuestras vidas y sus espacios una cosa más trascendente, regalando reflexiones, narraciones y un pedacito de su propia alma y experiencia que fluye en cada uno de sus párrafos o versos.
Es fuerte la pérdida material de cada uno de ellos, y por eso duele la muerte física del colombiano Gabriel García Márquez, un enorme exponente de la lengua castellana y lo mejor de la imaginación mestiza de nuestra entrañable Sudamérica.
El Nobel tomó otro rumbo el pasado jueves, pero nos deja obras notables como "Cien años de soledad", "Crónica de una muerte anunciada", o "El coronel no tiene quien le escriba". Están también sus escritos periodísticos y sus meditaciones, muchas políticas, que superan largamente su conocida posición. Se trataba de un ser con una vida y convicciones más que respetables, pero siempre caracterizadas por un profundo amor a su profesión y el ser humano.
Ciertamente se repetirá que su legado sigue ahí disponible, pero no es menos cierto que el final de esta clase de personalidades nos deja un poco en jaque al tratarse de genios irrepetibles.
Justo cuando ayer se celebró el Día del Libro, bien vale la pena detenerse y reconocer el aporte don Gabriel García Márquez.