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Juan Carlos Gajardo: el lustrabotas del centro que le ha sacado brillo a generaciones

"Le he lustrado los zapatos a casi todos los alcaldes, a todos los intendentes y a medio mundo en esta esquina".

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Era 1970 y el padre de Juan Carlos Gajardo Valdés viajó a Santiago a buscar a su familia, luego de haberse convencido que la oportunidad laboral que él había encontrado en Arica, también incluía a su mujer y sus ocho hijos. Para entonces, Juan Carlos tenía once años. Su padre había encontrado un buen trabajo en la Arica próspera de la Junta de Adelanto.

"Mi viejo, que había trabajado como jornal en la agricultura, en el sector de Noviciado, allá en Santiago, se vino a Arica a trabajar como albañil; un amigo suyo lo entusiasmó y él decidió venir a probar suerte", cuenta Juan Carlos, quien desde pequeño se gana la vida como lustrabotas en el centro de la ciudad.

"Fui callejero", lo dice con cierto pesar porque, entre otras cosas, tuvo que terminar la enseñanza básica en la escuela nocturna.

"En la calle aprendí todo. Como estábamos acostumbrados en Noviciado a vivir a campo abierto, cuando llegamos a Arica salimos a la calle de manera natural. Mi padre nos había mostrado unas fotos de Arica, lo encontramos tan bonito que mi madre quiso venirse altiro. Nos subimos a un bus y nos vinimos. Nosotros nos imaginábamos andando en bicicleta por la costanera, pero cuando llegamos nos desilusionamos, porque encontramos todo muy árido y sin árboles", explica Juan Carlos, quien apenas pudo ir al colegio, tras sufrir un accidente automovilístico que cambió para siempre su existencia.

La vida de este hombre quedó marcada a poco de arribar a esta tierra. "Recién nos habíamos instalado en la población Cabo Aroca, donde mi padre compró la casa que aún conserva la familia, luego de pasar nuestros primeros meses en calle 21 de Mayo, al lado del ex cine Rex, donde arrendamos unas piezas y de vivir tres meses en el Cerro La Cruz".

Una vez instalados en la población Cabo Aroca, una noche el pequeño se atrasó en llegar a su casa. Su madre lo extrañaba y comenzaron a buscarlo. No lo encontraban por ningún lado. "Me desperté todo molido, no sentía el cuerpo, me dolía todo. Un conductor ebrio me había atropellado con su citroneta en Las Brisas, me dejó botado y huyó. Me levanté asustado y me mandé una carrera y se me doblaron las piernas. Habían pasado dos horas desde el atropello. Después de eso me hospitalizaron y me trasladaron al hospital (Luis) Calvo Mackenna; allí pase dos años y medio. En esos años no había la tecnología de ahora y me mandaron de vuelta con unos fierros (tutores) en las piernas y un par de muletas. Mi vida ya no era la misma. Ya no pude seguir yendo al colegio y los vecinos me rompían las muletas para que no me acostumbrara a ellas".

Juan Carlos asegura que de esa forma perdió el miedo y la vergüenza y que se logró poner de pie. "No quería ser un problema para mi familia y mis amigos". La calle lo esperaba.

En la calle se hizo de amigos. "Todos hacíamos la misma pega, nos recorríamos todas las fuentes de soda, desde el Samoa a La Pascana, entrábamos y ofrecíamos el servicio a los clientes, todos se lustraban, ganábamos mucha plata. En las noches nos quedábamos en La Súper, una fábrica de helados que estaba en Maipú con Patricio Lynch. Ya no me interesaba mucho volver a mi casa. Subíamos al Morro y desocupábamos los lustrines y los lanzábamos al vacío. Después veíamos cuál se había salvado. El que tenía el lustrín más entero, era el jefe. Éramos siete lustrabotas", recuerda.

Hace un año y medio perdió a su pareja durante 38 años. "Ella fue a Santiago a visitar a mi hija. Allá se enfermó. Le entró un virus. Se murió muy rápido; es difícil la vida sin ella. Nos conocimos cuando niños. Después ella se fue de Arica y regresó tras una desilusión amorosa. Venía con un hijo de tres años. Yo lo recibí como mi hijo. Formamos una familia, luego nació mi hija, que hoy tiene 22 años y está casada.

Hay dos cosas que a sus 54 años lamenta Juan Carlos. En primer lugar, a su mujer. "Mi vida hoy día es esto (su trabajo) y mi casa. Cuando ella estaba conmigo todo era diferente. La vida tenía gracia".

Lo otro que siente como una deuda consigo mismo, es no haber podido estudiar o no haberse desarrollarse como deportista, producto de su grave accidente infantil.

"La mejor universidad que he tenido es la de la vida, pero también he leído, siempre me gustó leer los diarios; ahí se aprende harto", reflexiona, mientras enciende su tercer cigarrillo durante esta conversación, en pleno Paseo 21 de Mayo con Bolognesi, mientras el viento comienza a soplar y a llevarse las lágrimas que brotan de sus ojos.

"Quiero aprovechar esta oportunidad para hacer un reclamo contra los colectivos de las línea 4 y A. Es común que ellos no tomen pasajeros discapacitados. No paran en Linderos con Isla Molina". J