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El legado de la Tía Petita no puede desaparecer

Pese a la partida de su fundadora, el comedor solidario sigue en pie, mientras haya una boca que llenar.

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Dicen que las personas pasan y que las instituciones quedan. Sin embargo, en casos como el del Comedor Fraterno Padre Alberto Hurtado, fundado un 26 de abril de 1978 por doña Petronila Vásquez, esa frase se cimbra como los juncos.

¿Quién pasó y quién quedó tras esa obra benéfica parida desde el contrasentido de una mujer ilógica como Petronila?

Tal vez ella es y será para siempre el comedor, y su voz se escuche en la voz de cada una de las que decidieron seguir adelante con la misión que Petronila.

Claro, porque haber nacido rica y desarrollar la caridad es casi una obligación que se autoimponen ciertas señoras de bien, pero haber nacido y vivido pobre ayudando a los más pobres es una actitud difícil de comprender desde el sentido acumulativo que nos empuja al "lo quiero todo, todo me pertenece".

Pero esa mujer, que nació encumbrada en el mítico cerro Barón, allá en el Valparaíso de las carretas y los adoquines resbaladizos, y las escalas torcidas, entre el viento y los eucaliptus que bajan del bosque a abrazar las quebradas de Rodelillo para hacerlas arder cada verano, eligió ayudar a los pobres entre los pobres.

Ella llegó a Arica a principios de los setenta. Desde Valparaíso había emigrado con su reciente esposo a fundar la prole prodigiosa en el corazón del valle de Aconcagua, hasta que el susto y la esperanza la empujaron por estos arenales.

Aquí fue donde, en medio de una época conflictiva, decidió agrandar la olla familiar y ponerle más agua a la tetera para entibiar las tripas de niños y adultos que padecían (padecen) de esa enfermedad provocada por el ser humano: el hambre.

Petronila se fue hace casi dos años. Se marchó después de haber sentado en su comedor a dos Presidentes de la República con sus respectivas esposas, y de haber dejado en más de una ocasión con la boca abierta a ese medio mundo que se lo pasa haciendo diagnósticos sobre la pobreza y a los que tanto les cuesta dar con la solución

"Mi mamá tenía una tremenda deuda con el Agro y don Ricardo Lagos se la pagó, y después, cuando fue Presidente siguió ayudándola, igual don Luis Rocafull cuando fue intendente", cuenta Verónica, la hija de Petronila, que misionó hasta que se hizo cargo del comedor.

La obra, el legado, la institución, el comedor -que a estas alturas son sinónimos- sigue siendo en clave espiritual un milagro.

En rigor, su existencia obedece a una suma de hechos inexplicables desde la perspectiva de la administración de cualquier negocio: no tiene entradas, sólo produce pérdidas y aun así se mantiene en pie.

- Dios provee. Pueden faltarnos algunas cosas, pero siempre llega la ayuda.

- Si alguien se come el plato de lentejas o el arroz guisado sin ensalada que le servimos porque no tenemos más, y no deja nada en el plato, es porque tenía hambre y lo necesitaba. No hacemos cuestionamientos sobre las necesidades de las personas. Eso no nos interesa, nos motivan otras cosas.

- Dolor.

- Al que lo necesite. Atendemos a personas que ni siquiera sabemos cómo se llaman.

- Estamos acostumbrados a ver una imagen bella de Cristo, un rostro bonito, no nos gusta ver ese Cristo con la corona de espinas, doliente, sufrido, y en eso la fe es muy importante. Hay que ser capaces de ver a Cristo en el rostro del que sufre, verlo en la vida diaria; eso nos enseñó nuestra madre, eso aprendió ella del Padre Hurtado.

- Sí. Hay personas que están acá desde niños, que han crecido en el comedor. Tenemos un hombre que no estudió y que por sus trabajos inestables siempre está volviendo.

Verónica se emociona y habla de un muchacho que hace poco se tituló en la universidad y que vino a verla y "nos trajo unas cositas, un poquito de mercadería; sacó su ingeniería con harto sacrificio".

La hija misionera de la Tía Petita lo cuenta con esa emoción de las madres que nunca esperan nada de los hijos y que, sin embargo, se emocionan cuando ellos las sorprenden con algún engañito.

"Quiero contarle un milagro que nos sucedió en este comedor", pide Verónica...

"Un día sólo teníamos cuatro kilos de arroz, nada más que eso, para que nos alcance para todos, tenemos que hacer diez kilos... y de pronto apareció un matrimonio con unas presas de pollo, una bandeja... y con eso cocinamos y cuando llegó la hora de servir miramos la olla y sin decir nada comprendimos que esa cantidad no alcanzaría para todos, entonces empezamos a revolver la olla y sin entender mucho lo que estaba suciediendo comenzamos a servirle a los niños y a los más viejos primero, hasta que llegamos a las mujeres y aún teníamos comida en la olla y luego cuando le habíamos dado almuerzo a todos, nos dimos cuenta que nos sobraba la comida... apenas podíamos creerlo, fue un verdadero milagro. Esas cosas nos pasan en este lugar...".

Lugar, en todo caso, rodeado de una belleza diferente, que huele a óregano, pero también a buenas intenciones, donde las vanidades jamás han tenido espacio y donde la bondad y el respeto por otro se hacen realidad.

Un lugar que tras la partida de su fundadora cobra vida de lunes a sábado en el fondo de un plato de comida y conde cada domingo la pequeña capilla se abre de par en par para dar cabida al alimento del alma: la fe.

Es la obra, el legado de Petronila, una mujer que un día atravesó desde Barón a Limache y desde allí se internó por Catemu en busca del San Roque que queda camino a San Felipe, para darle campo a su descendencia, y sentido y relato a sus días de misionera en esa Arica donde ya los pobres comenzaban a sobrar, lo mismo que en todos lados, salvo en el comedor fraterno de la Tía Petita. J