Cuando Luis Ortega presentó "Dromómanos" (2012) en Bafici, aclaró que se trataba de una película hecha de espaldas a la industria, sin dinero y con un grupo de singulares amigos: un paciente psiquiátrico, un psiquiatra alcohólico que asegura llamarse Pink Floyd y una pareja con problemas de crecimiento. Autogestionada, libre, granosa, hecha a pulso en una Buenos Aires nocturna, incluía en sus filas a una sola actriz profesional: la carismática Ailín Salas. A esas alturas, Ortega ya contaba con una asombrosa ópera prima ("Caja negra", 2012) y tres largometrajes más, pero "Dromómanos" intensificó su amor por la marginalidad como estilo de vida y consolidó su capacidad para encontrar cierta belleza poética tras la miseria.
"Lulú", su siguiente película, contaría con un presupuesto bastante más holgado, pero en ella el director volvería a ponerse de lado de los desposeídos: en este caso, una joven pareja de delincuentes (Ailín Salas y Nahuel Pérez Biscayart) que vive en la indigencia, y al margen de la ley, en un acomodado barrio de Buenos Aires. Con mayores recursos, Ortega afinaba el lirismo y la musicalidad del montaje a través de una banda sonora que va de Los Saicos hasta la trágica Lhasa de Sela.
"El Angel" -coproducida por El Deseo de los hermanos Almodóvar y distribuida por Fox- sigue estilísticamente la senda de "Lulú", pero con un presupuesto que le permite a Ortega hacer lo que quiera, como armar un reparto de actores connotados, chocar y quemar autos de colección o contar con una banda sonora que incluye al sublime Moondog, Astor Piazzolla, Pappo, Manal, Leonardo Favio e, incluso, a su padre, Palito Ortega. Todo suma para cumplir con el objetivo del cineasta: construir una fantasía de época, de alta belleza y cadencia musical, en torno a Carlos Robledo Puch, uno de los asesinos más célebres de la historia policial argentina, en prisión perpetua desde 1972 por cometer once asesinatos.
Si Ortega glorifica o no a este asesino implacable que cautivó a la prensa de la época por su belleza -una acusación que el cineasta ha recibido en Argentina- es circunstancial a sus intenciones de acercarse a una estética de la alienación en la que la violencia de lo absurdo convive con postales enrarecidas. Ortega arma escenas como si pintase lienzos. Parece más preocupado por la digresión poética que por ser fiel a un caso policial y, para remecer el aburrido debate público, llega a comparar el asesinato con el arte (algo que ya hizo Thomas de Quincey en 1827 con "Del asesinato considerado como una de las bellas artes"). Pero sus licencias son gestos en beneficio del imaginario cinematográfico y la fantasía. Como alguna vez dijo Buñuel: "La realidad sin imaginación es la mitad de realidad".