Estamos exactamente a cuatro meses de las elecciones y mientras la atención se centra en la carrera presidencial y, particularmente en quién accederá a la segunda vuelta para competir contra Sebastián Piñera, tras bambalinas se discuten acaloradamente las nóminas de postulantes al Congreso, que por primera vez se elegirán con un sistema proporcional.

En ese marco, los partidos y coaliciones barajan sus cartas con los rostros de sus figuras emblemáticas, que desean obtengan algún escaño en sus respectivas bancadas.

Se trata de negociaciones que habitualmente tienen un fuerte componente centralista, ya que las decisiones finales se toman en Santiago.

Así, nos hemos enterado de cómo diversos nombres de dirigentes nacionales "han sonado" como posibles candidatos por Arica y Parinacota, algunos de los cuales incluso se convirtieron súbitamente en visitantes frecuentes a la ciudad, con notorios paseos por 21 de Mayo y el Terminal del Agro, para esfumarse apenas su candidatura queda descartada.

Así, tal como la Luna en la setentera canción de Fernando Ubiergo, la región se la juegan los partidos como en mesa de billar.

Son las mismas colectividades que públicamente hablan de la importancia de la descentralización y utilizan al electorado de las regiones para instalar en el Congreso a sus figuras capitalinas.

Importan más las ideas que el lugar de nacimiento de un candidato, argumentan algunos, con una lógica bastante certera, sino fuera porque entre líneas se alcance a adivinar en esa frase la insinuación de que "los provincianos" tienen menos o peores ideas.

Entre los ariqueños y parinacotenses hay ciudadanos de todas las tendencias políticas y cada uno tiene la libertad de elegir a quien sienta que mejor lo representa.

Sin embargo, más allá de las inevitables y legítimas diferencias, todos quieren de corazón el progreso de esta tierra, con una pasión difícilmente emulable por un "afuerino".

Además, siempre será más fácil cobrarle sus promesas a un vecino que a quien vive a mil kilómetros o más allá.

Soy de los menos, debo reconocerlo. El fútbol no se cuenta entre mis deportes favoritos. La franca desproporción que media entre una solitaria pelota y veintitantos tipos tratando de aporrearla, siempre me ha parecido desmesurada. Pero, ¿cómo podría sustraerme a la pasión que se despierta en mi, cuando veo jugar a la "roja"?

Ahí me reconcilio con ese deporte, y así como sufro viendo peligrar nuestra valla, así también disfruto cuando el balón abulta las redes del arco contrario, desatando en mí una euforia que no tarda en aunarse a la de diecisiete millones de chilenos.

Es claro que un desacierto impidió que ganásemos la Copa Confederaciones, pero más claro aún es que ello no menoscaba el desempeño global del seleccionado nacional.

¿Qué más se podría decir de este equipo, que no se haya dicho ya? Una selección "dorada" que, con su juego talentoso y aguerrido, ha deslumbrado no solo a sus incondicionales, sino también a comentaristas, autoridades del fútbol y deportistas de diversas nacionalidades, incluidos sus ya clásicos detractores, quienes no pudieron menos que hacer presente su admiración y respeto por la calidad de su funcionamiento y la entrega de sus jugadores.

Pero de todos los homenajes recibidos por el equipo de Pizzi, el más franco y mejor, fue el que le tributó la propia oncena alemana, luego de ponerse en ventaja tras el error de Díaz. De ahí en adelante, amedrentados por la certidumbre de que debían mantener el balón en su poder, como única fórmula para también mantener la ventaja, recurrieron al golpe artero, a la dilación desfachatada en saques y servicios, y a la burda teatralización de las infracciones -nunca mejor graficada que en la ridícula acción del centrocampista Emre Can- desnudando así una inseguridad tan cercana a la angustia, que los llevó a humillarse a sí mismos. Y aunque dichas artimañas permitieron que Alemania obtuviera la Copa, la "roja" no volvió derrotada de Rusia.

Nuestra selección retornó intacta, épica, memorable.