El cuentacuentos
El barítono, no obstante la condición que se atribuía, no pasaba de ser un sujeto aparentando ser cantante y fingiendo cantar.
La prostituta era virgen. Una temprana y singular anomalía le había permitido conservar su doncellez, por lo que su engañosa condición se perpetuaría, salvo algún evento inusual y extremo.
El religioso era célibe. Y aun cuando en el desarrollo de su ministerio era sometido a tentaciones, su conducta era intachable, diáfano testimonio de la verídica vocación que lo alentaba.
El cuentacuentos daba fe de no serlo. Juraba que sus relatos eran acontecimientos históricos y legítimos, desprovistos de toda exageración.
Los cuatro se encontraron en un aeropuerto, viajando cada cual por su lado, para embarcarse en el mismo vuelo.
El barítono viajaba para iniciar un tratamiento con un renombrado especialista. Esperaba recuperar el tono de voz que nunca tuvo, para reanudar una carrera que jamás había ejercido. Solicitó un asiento en pasillo y permaneció amurrado todo el viaje.
La prostituta virgen esperaba alcanzar a ver con vida a su madre moribunda. Uno de sus clientes habituales le había sacado los pasajes a crédito. Ella devolvería el favor, en cómodas "cuotas sexuales".
El sacerdote célibe se haría cargo de una parroquia, debido a la imprevista reclusión de su titular en una casa de acogida para religiosos, luego de un confuso incidente con uno de sus feligreses más jóvenes. Al preguntarle qué asiento deseaba, mencionó que cualquiera le servía. En una decisión exenta de malicia, lo sentaron junto a la prostituta.
El cuentacuentos, tras pedir un asiento junto a la ventana, se dedicó a mirar el paisaje. Viajaba a recibir un inesperado premio literario, ganado con un singular relato, contado desde su extravagante visión de lo veraz y lo ficticio.
Arribado el avión a su destino el cuentacuentos desembarcó. Y descendieron con él la prostituta, el cura y el barítono, apretujados entre las páginas del texto que sostenía bajo el brazo.