Cuando se estudia sociedades del pasado y, especialmente, cómo han reaccionado cuando acontecía la muerte de uno de sus miembros es como vivir en el mundo fantástico de Dante Alighieri, en la medida que es posible visualizar e imaginar una variedad casi infinita de acciones ceremoniales dedicadas a los muertos. Una buena parte de las artes, la arquitectura y el conocimiento empírico y esotérico que se viene acumulando por millones de año en la historia de la humanidad se han gestado en torno a la muerte; destinadas a develar o aceptar los misterios que encierra la muerte, o mitigar el impacto que provoca el hecho que un miembro de una comunidad deje de existir.
Todo este preámbulo es para conmemorar a Jorge Erwin Benavides Silva, gran profesor universitario, "un giro, sin tornillos" como lo bautizaron mis hijas hace miles de días atrás, cuando una vez lo vieron trabajando con el lente de una lupa engarzado en el marco de un anteojo, con el objeto de integrar con mayor precisión los componentes electrónicos de una máquina que, ahora me parece, era para viajar en el tiempo. En esa época Jorge también leía a Nietche.
Hace cuarenta años atrás conocí a Jorge en tertulias que se llevaban a cabo en casas de los pocos profesores que componían en ese entonces la Universidad del Norte, a las que asistían también estudiantes chilenos y extranjeros. Estos conversatorios estaban destinados a debatir sobre la contingencia nacional, el devenir de la universidad, pero más que nada sobre lo humano y divino de nuestra existencia en la tierra. Esta rara combinación de ingeniero con una gran visión humanitaria en la personalidad de Jorge lo llevó a comprometerse y participar activamente en la fundación de una universidad mayor, al estilo de las brasileñas donde realizó sus estudios de postgrado y donde sus hijos aprendieron, entre otras cosas, a gozar de las "fogatiñas". Innumerables fueron las instancias en las que contribuyó, apasionadamente, a estructurar la naciente Universidad de Tarapacá, en la década de los años ochentas y noventas del siglo pasado. No obstante lo anterior, su mejor aporte resalta en la formación de centenares de ingenieros que constituyen un nudo profesional que ha trascendido la región a nivel nacional e internacional. Dicho de otro modo, Jorge ha sido uno de los artífices, anónimos, claves en el proceso de profesionalización de la Región; uno de los aportes más relevantes que la Universidad ha entregado la sociedad civil regional.
Con la partida de Jorge la Universidad pierde a un hombre monumental, acompañado siempre de su entrañable Anita, su esposa y madre de sus tres hijos todos profesionales ingenieros, formados en esta Universidad.
Calogero M. Santoro